
"Todos los hombres son como flores perdidas en el desierto. Pero cada tanto surge una flor que borra transitoriamente el desierto. Poco importa si esa presencia es o no humana. Los jardines y los desiertos no preguntan la filiación de sus brotes." Roberto Juarroz
La tierra giró para encontrarnos. Fue en un viaje a España hace dos años, pleno invierno, en un pueblo de Navarra llamado Tudela. Conocí una comunidad de gatos a los que encontraba siempre al anochecer alrededor de unos contenedores de basura. Empecé a llevarles comida, cada vez más seguido y a pesar de mi presupuesto. Eran varios gatos de distintos colores: grises, negros, atigrados y una familia de mezcla con siamés. Una de ellas, una gatita con mucho de siamés, empezó de a poco a acercarse a mí porque, como todo gato, no sólo buscaba comida sino también una mano cálida que le acaricie la cabeza, el lomo y su pancita un tanto flaca. Ella fue la única del grupo que se aventuró a buscar mi mano y así fue como empezamos a conocernos: cada día antes y después de la comida, una sesión enorme de mimos nos acercaba. Le hablaba con cariño y ella, Michelina, fue confiando más en mí. Hasta que un día, al terminar su comida, se acercó a mí, me miró y maullando empezó a caminar enérgicamente hacia la esquina, lugar desde donde se giró para esperarme. El resto de la comunidad gatuna también le siguió detrás. Yo seguí su paso firme sobre las calles antiguas y medievales de Tudela. Era casi de noche. La seguí durante unas cuadras hasta que llegamos a un terreno abandonado, cercado con alambre y arrinconado, allí se metieron los gatos, allí entró Michelina, y desde ese lugar me volvió a mirar y a maullar. A partir de ese día, casi nunca la encontraba en los contenedores de basura, la encontraba en ese aquel lugar tan especial que ella había decidido mostrarme. Me había regalado su secreto. Su refugio, su casa. Un acto de entrega y de confianza tan especial que recuerda lo hermosa que puede llegar a ser la vida compartida, con los “otros”.
